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LA MUERTE DE STONY FRIEDGOOD 1 1962-1963 Para Stony Baxter Friedgood, sus infrecuentes adulterios eran aventuras: conquistar a un hombre que pensaba que la conquistaba a ella daba a su vida un sentido dramático que había echado en falta desde que tenía veinte años y estudiaba en «Scripps-Claremont». Y no eran solamente aventuras, sino también la salvación de su matrimonio. En el college, había retozado con cuatro amiguitos, y sólo uno de ellos, un estudiante de matemáticas llamado Leo Friedgood, había conocido la existencia de los otros. A Leo había parecido divertirle su reserva, como le había divertido su apodo estudiantil. Sólo al cabo de unos meses se dio cuenta Stony de hasta qué punto la diversión disimulaba la excitación. Se casó con él después de graduarse; no más estudios de posgraduación para Stony, y tampoco para Leo, que se afeitó la barba, se compró un traje y consiguió un empleo en «Telpro Corporation», que tenía una oficina en Santa Mónica. 2 1969 Tabby Smithfield se crió hasta los cinco años en una enorme casa de piedra de Hampstead, con 1,6 hectareas de terreno bien cuidado y un aparato de alarma contra los ladrones en la puerta principal. La vecindad, compuesta de dieciséis casas a lo largo de Long Island Sound, era lo bastante imponente para atraer a los turistas; quizá seis coches al día rodaban por Mount Avenue, y tanto los conductores como los pasajeros se asomaban para echar un vistazo a las mansiones situadas detrás de las verjas. En el lugar decían que Mount Avenue era «La Milla de Oro», aunque en realidad era dos veces más larga; era la antigua carretera entre Hillhaven, suburbio Victoriano de Patchin, y Hampstead. Mount Avenue, sede de los primitivos establecimientos agrícolas de Hampstead y Hillhaven, había sido antaño el principal camino de diligencias hacia New Haven, al norte; pero sus días de agitación habían pasado hacía tiempo. Fabricantes con industrias en Bridgeport o Woodville, un médico, y el jefe del principal bufete de abogados del Condado de Patchin, vivían en casas imponentes, junto a otros como ellos, personas mayores que no querían alboroto en sus vidas privadas. Los que se besuqueaban a lo largo de «La Milla de Oro» raras veces les veían: podía haber una estrella de cine respirando el aire salobre en la carretera de la costa, o el decano de un colegio deteniéndose a cobrar aliento antes de empezar su petición de fondos, pero los dueños de las casas eran invisibles. Sin embargo, los que echasen una rápida mirada a través de la verja abierta de la casa de piedra gris, en 1969 ó 1970, habrían podido ver a un hombre alto y de cabellos negros, con blancas prendas de tenis, jugando con un chiquillo. Tal vez una niñera uniformada habría estado plantada sobre la escalinata, frente a la puerta principal, en actitud inexplicablemente tensa. Y quizá la actitud del chico habría parecido también rara, provocada por la misma tensión, como si el pequeño Tabby Smithfield comprendiese a medias que no debía estar jugando con su padre. El padre, el hijo y la niñera componían una escena extrañamente estática e incompleta. Un cuadro defectuoso: faltaba un personaje. =MAS= 3 1964 La primera aventura de Stony Friedgood después de su matrimonio había sido en 1964, con el marido de una amiga, un vecino de la elegante hilera de casas; a diferencia de Leo, era jovial, rubio y campechano, un banquero muy joven, y Leo hablaba siempre desdeñosamente de él. Estos amoríos duraron sólo dos meses. El rostro delicado de Stony, de vivas facciones y encuadrado en unos brillantes cabellos castaños, llegó a hacerse familiar en las galerías y museos de arte, así como en ciertos bares a determinadas horas. Considerado desde un punto de vista utilitario, que ni los padres de Stony ni los de Leo habrían comprendido, el matrimonio de los Friedgood fue feliz. Cuando Leo fue ascendido por dos veces y trasladado a las oficinas de «Telpro» en Nueva York, sus ingresos se habían doblado, y Stony sólo pesaba medio kilo más que cuando era estudiante en Scripps. Dejó atrás sus clases de yoga, medio curso de cocina selecta, cuatro localidades no usadas para una serie de conciertos, y el no digerido y ya vago recuerdo de seis o siete hombres. Leo no dejó nada atrás, pues la compañía había pagado el transporte al Este de su barca de vela y de las ocho cajas a las que él llamaba su «bodega». 4 1968 Monty Smithfield, el abuelo, era el gran personaje de la primera infancia de Tabby. Era Monty quien lo besaba primero cuando volvía del parvulario, y Monty y su madre le llevaron por primera vez a que le cortasen el pelo. Por sus cumpleaños y por Navidad, Monty le hacía estupendos regalos, grandes juegos de trenes y toda clase de vehículos preescolares, desde andaderas hasta bicicletas, e incluso un pony enano que le guardaban en una escuela de equitación. Éste le fue ofrecido, con gran prosopopeya, en su tercer cumpleaños. Esto era en agosto de 1968. Monty había preparado una fiesta para veinte niños, con una orquesta que tocaba piezas de los Beatles y tonadas de las películas de Disney, y un enorme helado en forma de brontosaurio. Tabby adoraba entonces los dinosaurios, y sólo la evolución impidió que Monty Smithfield comprase a su nieto un pequeño monstruo. —Vamos, Clark —gritó el alegre anciano, cuando el jardinero trajo el peludo y pequeño pony—. Sube a tu hijo sobre ese gran animal. Pero Clark Smithfield se había ido a su dormitorio y, en aquel momento, estaba lanzando una pelota de tenis con una gastada raqueta «Spaulding» contra la cabecera de la cama, tratando de desconchar la pintura de una de las espirales de madera. Como cualquier chiquillo, Tabby no tenía la menor idea, de lo que hacía su padre para ganarse la vida, ni de por qué tenía uno que ganarse el sustento. Clark Smithfield estaba en casa cuatro o cinco días a la semana, escuchando sus discos en el cuarto de estar de sus dependencias en la enorme casa, o saliendo a jugar al tenis siempre que podía. Si alguien hubiese podido preguntar a un niño de tres o cuatro años lo que hacía su padre, Tabby le habría respondido que se entretenía con juegos. Clark no le llevó nunca a la compañía de la que era vicepresidente nominal; lo hizo su abuelo, que lo presentó a las secretarias, anunciando que era el futuro presidente del consejo de administración de «Smithfield Systems, Inc.». Antes de mostrar a Tabby la sala de computadoras, el viejo abrió una puerta y dijo: —Por si te interesa, éste es el despacho de tu padre. Era una pequeña y polvorienta habitación, en la que había una mesa casi desnuda y muchas fotografías del padre de Tabby con trofeos de campeonatos estudiantiles de tenis; también un blanco para dardos con el retrato de Richard Nixon, tan polvoriento como todo lo demás. —¿Trabaja aquí mi papá? —preguntó Tabby con dulce inocencia, y una de las secretarias rió entre dientes—. Sí que trabaja —insistió valientemente Tabby—. Trabaja aquí. ¡Mira! ¡Juega al tenis aquí! Un rictus de disgusto se dibujó en las delicadas facciones de Monty Smithfield, y el viejo no volvió a sonreír durante el resto de la visita. Siempre que su padre y su abuelo estaban en la misma estancia en las comidas familiares que Clark no podía evitar o en cualquier otra ocasión en que Monty iba a casa de su hijo , una atmósfera casi invisible de antipatía enfriaba el aire. En estas circunstancias, Tabby tenía la impresión de que su padre se encogía y era un niño sólo un poco mayor que él mismo. —¿Por qué no quieres al abuelo? —preguntó una vez a su padre, cuando Clark le estaba leyendo un cuento para que se durmiese. —¡Oh! Esto es demasiado complicado para ti —suspiró Clark. A veces, y más frecuentemente cuando se acercó a los cinco años, Tabby les oía discutir. Clark y su padre discutían sobre la longitud de los cabellos de Clark, sobre las pretensiones de Clark como jugador de tenis (de las que su padre se burlaba), sobre la actitud de Clark. Normalmente, Clark y Monty Smithfield se mantenían fríamente distanciados; pero cuando Monty decidía sermonear a su hijo, los gritos sonaban en el comedor, en los dos cuartos de estar, en el pasillo y en el jardín. Estas discusiones terminaban siempre con Clark alejándose furiosamente de su padre. —¿Qué vas a hacer? —le gritaba Monty, después de una pelea presenciada por Tabby—. ¿Marcharte de casa? No puedes hacerlo, no encontrarías otro empleo. Tabby palidecía; no comprendía las palabras, pero percibía escarnio en ellas. Y aquel día, no hablaba hasta la hora de comer. La esposa y la madre de Clark eran la cola que mantenía a las dos familias unidas en su inestable armonía: Monty apreciaba sinceramente a Jean, la madre de Tabby, y Jean y su suegra mantenían a Clark en su empleo. Quizá si Clark Smithfield hubiese sido un veinte por ciento mejor de lo que era como jugador de tenis, o un veinte por ciento peor, la aflicción de la vieja casa de Mount Avenue se habría disipado. O si él hubiese sido menos intransigente, y su padre menos duro. Pero Jean y su suegra, pensando que, con el tiempo, Clark se reconciliaría con su empleo y Monty con su hijo, mantenían unida la familia. Y así continuaban, en su a veces casi cómodo antagonismo. Hasta que ocurrió la primera cosa realmente terrible a Tabby y a su familia. 5 1975 Los Friedgood, que parecían ser una pareja modelo, se trasladaron a una casa de estilo colonial en Hampstead, en 1975, cuando Tabby Smithfield tenía diez años y vivía con su padre y su madrastra en el sur de Florida. Mientras Leo Friedgood ascendía en el mundo que ambicionaba, Clark Smithfield parecía perder la poca suerte que tenía: tuvo un empleo en un bar, lo dejó para trabajar como vendedor para «Hollinsworth Vitreous», le despidieron cuando se emborracho en el yate del presidente y vomitó sobre las zapatillas trenzadas de Robert Hollinsworth, trabajó otra temporada en un bar, y después consiguió un empleo como guardia de seguridad. Trabajaba por las noches y le daba un tiento a la botella siempre que su ronda le llevaba de nuevo al cuartelillo de seguridad. Como su primera esposa, su madre había muerto. Agnes Smithfield había sufrido una hemorragia cerebral una cálida mañana de mayo, mientras discutía la instalación de un jardín rocoso con el jardinero, y su vida se había extinguido antes de tocar su cuerpo el suelo. Monty Smithfield había vendido el caserón de Mont Avenue y se había trasladado, con el ama de llaves y la cocinera, a una casa llamada «Cuatro Corazones»,

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