darkknight

Z VII

 BELÉN, PALESTINA [Con su aspecto duro y sus modales pulidos, Saladin Kader podría ser una estrella de cine. Es amigable pero nunca exagerado, seguro de sí mismo pero no arrogante. Trabaja como profesor de planeación urbana en la Universidad Khalil Gibrán, y, naturalmente, es el amor platónico de todas sus estudiantes. Nos sentamos bajo la estatua del personaje que da su nombre a la Universidad. Como casi todo lo demás en una de las ciudades más pobladas de Medio Oriente, el bronce pulido de la figura brilla bajo el sol.]  Nací y me crié en Ciudad de Kuwait. Mi familia era una de las pocas “afortunadas” que no fueron expulsadas después de 1991, cuando Arafat se alió con Saddam contra el resto del mundo. No éramos ricos, pero tampoco nos iba mal. Vivía confortablemente, quizá demasiado, podría decirse, y eso se notaba en mi actitud y en todo lo que hacía. Estaba viendo las noticias del canal Al-Yazira desde el mostrador del Starbucks en el que trabajaba todos los días al salir de la escuela. Era la hora pico de la tarde, y el lugar estaba lleno. Debería haber escuchado esa multitud, todos los gritos y las protestas. Estoy seguro de que el ruido allí era el mismo que se escuchaba en ese momento en el salón de la Asamblea General. Por supuesto, muchos pensábamos que era otra mentira de los sionistas, ¿quién no? Cuando el embajador israelí anunció ante la Asamblea General de la ONU que su país asumiría una política de “cuarentena voluntaria,” ¿qué se suponía que íbamos a pensar? ¿Se suponía que debía creer en esa absurda historia de que la rabia africana era en realidad algún nuevo tipo de virus que convertía a los muertos en caníbales sedientos de sangre? ¿Cómo puede alguien creer en semejante estupidez, especialmente si sale de la boca de tu más odiado enemigo? Ni siquiera le presté atención a la segunda parte del discurso de ese gordo bastardo, la parte en la que ofrecía asilo, sin condiciones, a cualquier judío nacido de extranjeros, cualquier extranjero cuyos padres hubiesen nacido en Israel, cualquier palestino de los territorios previamente ocupados, o cualquier palestino cuya familia hubiese vivido dentro del territorio israelí. Esa última parte cobijaba a mi familia, refugiados de los ataques sionistas de la guerra del 67. Por recomendación de los líderes de la OLP, habían huido de su aldea creyendo que regresarían cuando nuestros hermanos egipcios y sirios expulsaran a los judíos hacia el mar. Yo nunca había estado en Israel, o lo que pronto sería absorbido dentro del Estado Unificado de Palestina. ¿Qué creyó que había detrás de la decisión de Israel? Esto fue lo que pensé: Los sionistas estaban saliendo de los territorios ocupados, pero decían que era una retirada voluntaria, igual que en el Líbano y más recientemente en la Franja de Gaza, pero en realidad, justo como antes, éramos nosotros los que los habíamos expulsado. Ellos sabían que el siguiente golpe destruiría esa atrocidad ilegal que llamaban país, y para resistir ese golpe final estaban tratando de reclutar a los extranjeros judíos como carne de cañón y… y —me creí tan listo por pensar en esto— ¡llevarse también a todos los palestinos que pudieran para usarlos como escudos humanos! Yo creía saber todas las respuestas. ¿Quién no cree eso a los diecisiete años? Mi padre no estaba tan convencido de mi ingenio para la política. Él era un empleado de limpieza en el Hospital Amiri. Estuvo de turno la noche del primer contagio de rabia africana. Él no vio los cadáveres levantándose de sus camillas, ni la masacre de los pacientes y los guardias de seguridad, pero lo que vio después fue suficiente para convencerlo de que quedarse en Kuwait era un suicidio. Se decidió a salir el mismo día en que Israel hizo su declaración. Eso debió ser difícil de escuchar. ¡Era una blasfemia! Traté de hacerlo entrar en razón, de convencerlo con mi lógica de adolescente. Le mostré las imágenes de Al-Yazira, las imágenes de la costa occidental del Nuevo Estado de Palestina; las celebraciones, las demostraciones. Cualquiera que tuviese ojos podía ver que la liberación estaba al alcance de nuestras manos. Los israelíes se habían retirado de los territorios ocupados y ya se estaban preparando para evacuar Al-Quds, ¡lo que antes llamaban Jerusalén! Todas las luchas de bandos, la violencia entre nuestros grupos de resistencia… sabía que todo terminaría cuando nos uniéramos para nuestro golpe final contra los judíos. ¿Acaso mi padre no podía verlo? ¿No podía entender que, en unos pocos meses o años, estaríamos regresando a nuestra tierra?, esta vez como libertadores, no como refugiados. ¿Cómo se resolvió esa discusión? “Resolvió,” qué eufemismo tan condescendiente. Se “resolvió” después del segundo contagio, el más grande, en Al-Jahra. Mi padre ya había renunciado a su trabajo y vaciado su cuenta del banco… todo nuestro equipaje estaba empacado… los tiquetes confirmados. La televisión sonaba en el fondo, algo sobre las fuerzas antimotines de la policía cercando una casa. No se podía ver a qué le estaban disparando. El informe oficial culpaba de la violencia a unos “extremistas pro-occidentales.” Mi padre y yo estábamos discutiendo, como siempre. Estaba tratando de convencerme de lo que había visto en el hospital, de que para cuando nuestros líderes se dieran cuenta del peligro, sería demasiado tarde para todos nosotros. Yo, por supuesto, le reproché su ignorancia, y su deseo de abandonar “la lucha.” ¿Qué más podía esperar de un hombre que se

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